La consecuencia de que el 85% de los edificios no tenga planta 13
Hay edificios singulares que desafían las leyes de la realidad. A simple vista parecen bloques convencionales con ventanas convencionales, suelos convencionales y aseos convencionales ocupados por personas convencionales. Tal vez es un hotel, a lo mejor es un rascacielos de uso mixto, quizá una torre de oficinas de doscientos metros de altura. Pero, en realidad, son más que eso. O más bien, son menos que eso.
Es el caso del edificio Burrard Place de Vancouver, diseñado por el arquitecto Bing Thom para oficinas de empresas tecnológicas, que mide más por dentro que por fuera. Concretamente, las 60 plantas que anticipan los gráficos de sección de la planta baja, los botones de sus ascensores o los rótulos de los pasillos, se convierten en 53 cuando calibramos el rascacielos desde el exterior. ¿Y dónde han ido a parar esos siete niveles desaparecidos? ¿Han mutado en espacios de metro y medio de altura libre poblados por oficinistas encorvados como los de Cómo ser John Malkovich? Pues no, todas esas plantas —y alguna más— han desaparecido en el territorio de la superstición.
Según la marca Otis, aproximadamente el 85% de los ascensores que fabrican omiten el botón con el número 13. A veces lo sustituyen por un 12 A, un 12 B o la letra M (la decimotercera del alfabeto). En otras ocasiones, el eufemismo es más sutil y en el botón de marras pone “Planta cafetería” u “Oficinas”. Lo que sea con tal de rendir pleitesía a la triscaidecafobia, vocablo griego que denomina el miedo irracional al número 13.
Desde los 12+1 campeonatos del mundo de motociclismo ganados por Ángel Nieto hasta el episodio Lucky 13 de la magnífica serie de Netflix Love, Death & Robots, pasando por el dodecafonismo consciente del compositor alemán Arnold Schönberg, quien curiosamente nació y murió un día 13. El decimotercer número de la serie entera es el rey del folclore numerológico occidental.
Originado durante la Edad Media por asociación con el número de comensales de La Última Cena, el miedo al 13 está presente en docenas de manifestaciones culturales a lo largo de los siglos; pero también ha generado ciertas consecuencias físicas, como las plantas desaparecidas de los edificios.
Hay construcciones cuya planta 13 no se sustituye por la 12 A o la M, sino que directamente se elimina, continuando la progresión desde la 12 a la 14. Como si un nivel entero, con sus forjados, sus soportes, sus fachadas y tabiques, sus ventanas, sus puertas, sus pasillos, sus aseos y todas las personas que usan esos aseos, hubiese desaparecido.
La cosa no pasaría de la anécdota divertida —o la introspección existencial— si no comportase problemas reales y peligrosos. Pensemos que si un bombero tiene que salvar a una persona atrapada en la planta 18 de una torre en llamas, necesita saber con total seguridad que esa planta es la verdadera planta 18 y no la 17 o incluso la 16. Porque, cada vez en más edificios del globo, la triscaidecafobia se solapa con la tetrafobia.
Si han visto la película Arrival o leído el cuento de Ted Chiang La historia de tu vida, en el que se basa el filme de Denis Villeneuve, probablemente estén familiarizados con la hipótesis Sapir-Whorf. Enunciada en los años cuarenta del siglo pasado por el antropólogo y lingüista estadounidense Edward Sapir y por su discípulo Benjamin Lee Whorf, la hipótesis establece el denominado principio de relatividad lingüística; es decir, que nuestra comprensión y conceptualización de la realidad está determinada por el lenguaje.
La hipótesis tiene varias categorizaciones y, al menos sus más estrictas han sido ya desacreditadas. Vamos, que por mucho que unos extraterrestres de siete patas no enseñasen su lenguaje circular, nuestra experimentación del tiempo seguirá siendo lineal. Sin embargo, hay una versión, la denominada débil, de la hipótesis que establece que “la lengua de un hablante tiene cierta influencia en la forma que este conceptualiza y memoriza la realidad”. Lo cual nos lleva a China y, en realidad, a todos los países con lenguas sino-tibetanas; esto es, a los países con lenguajes cuya escritura se compone o se basa en el ideograma.
Las palabras “suerte” y “muerte” solo se diferencian en una letra pero sus significados son bien distintos y esa distinción es sencillísima al tratarse de escrituras de conceptualización abstracta como la occidental. En cambio, en un idioma como el mandarín, donde “persona” se escribe con un carácter que parece la silueta de un ser humano (人), y en el que el carácter de “prisionero” simula a esa silueta encerrada en una jaula (囚), la relación entre el lenguaje y la realidad es sensiblemente más directa.
Por eso, es perfectamente normal que la superstición alfanumérica siga teniendo un peso notable en el Este asiático, y eso que la Revolución Cultural maoísta puso un buen empeño en eliminar cualquier tipo de cábala y superchería. Teniendo en cuenta que la civilización oriental es milenaria y su folclore es de los más ricos y consistentes del planeta, la reciente expansión comercial china también está exportando, junto a los dispositivos electrónicos, el miedo cultural al número cuatro.
Es sencillo: en chino (y de forma análoga en japonés, coreano o vietnamita), el número cuatro se pronuncia /sì/, algo muy parecido al sonido /sǐ/, que es el sonido de la palabra “muerte”. Aunque los ideogramas son muy distintos (四 es cuatro y 死 es muerte), la identificación sonora es prácticamente idéntica. Así, es frecuente que en los edificios de extremo oriente o de áreas con fuerte presencia asiática, se elimine toda referencia a la planta cuatro, pero también a la 14, la 24, la 34 y cualquier número terminado en cuatro.
Si añadimos la tetrafobia de importación asiática al occidental miedo al 13, e incluso la italiana aversión al 17 (XVII se puede transformar si jugamos con él como con un anagrama en VIXI, latín para “he vivido”), nos encontramos con torres como la irracional Burrard Place canadiense que citábamos al principio del artículo, responsable en gran parte de que las autoridades urbanísticas de Vancouver hayan prohibido las supersticiones numéricas en los edificios de la ciudad. “Um bombero abriéndose paso entre el humo denso de un incendio no puede estar averiguando en qué planta se encuentra”, explicaba en 2015 el concejal de urbanismo de la ciudad, Pat Ryan.
Así, los rascacielos de la capital de British Columbia ya no podrán eliminar sus plantas número 4, 13, 17 o 24. Otra cosa es que los promotores decidan no ocuparlas con espacios habitables o que las destinen a plantas de instalaciones. Y que, como sucede en Manhattan, esas plantas de instalaciones tengan 15 metros de altura para así aumentar la altitud total del edificio e inflar artificialmente el precio de los apartamentos superiores. Pero esa es otra problemática que probablemente merezca ser tratada por separado.